La serpiente, animal venerado y temido por igual, ha sido recreada desde la antigüedad
en multitud de leyendas y mitos en los que ha ido atesorando un simbolismo ambivalente, rico y
complejo. Ya sea como alegoría de la sabiduría que vive bajo tierra y puede emerger hacia la luz,
como representación del poder y el mal, como figura de la deidad, como imagen de la muerte y
del poder destructor o como símbolo supremo de la tentación y el pecado. Y, a un tiempo, como
la muda que evoca la vida renovada y la resurrección, como la protectora de todos los seres o la
personificación de la ira vengadora.
Vanesa Aibar se apropia de todo ello y propone su recreación estableciendo una analogía entre el
mito de la sierpe y la construcción de la bailaora, nacida del Romanticismo, como receptáculo de
un amplio imaginario -hembra poderosa, carnal, pecaminosa; animal cimbreante, sinuoso, fuego
interior, incendio exterior, imagen extremada, madre dolorosa, imagen trágica- para su relectura en
una obra angulosa, hipnótica y liminal.